En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la memoria del 15 de septiembre: “Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como... la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor”.
El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la Iglesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la Cruz. Esta memoria tiene un formulario propio con trozos bíblicos y textos eucológicos, para la celebración eucarística y partes propias para la liturgia de las horas.
En la hora de la redención, Dios quiso que estuviera presente la Madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de Resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo. La Cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre participa de esta luz.
La Liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María.
En Caná anticipó como Madre la inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos”. Al mismo tiempo, María hizo anticipar también con esto aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del Hombre reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre, la Virgen se reveló como madre de todos, como Madre de la Iglesia.
No sólo como madre está íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la pasión y la muerte.
Surge espontáneamente el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una espada atravesará tu alma” y el recuerdo de su vida de fe que la había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó.
Esta madre es la primera que ofrece su colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia. De esta forma la madre se convierte para la Iglesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una esperanza cierta y en motivo de estímulo.
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